Entre vinos, setas y trufas en un viaje por el Bajo Aragón

Las comarcas turolenses de Matarraña y el Maestrazgo trazan una deliciosa ruta con nuevos enclaves hoteleros para desconectar y alegrar los sentidos cuando llega el otoño

Tierra de leyendas y amores imposibles, la provincia de Teruel, paradigma de la España vacía, suple su baja densidad de población con un sinfín de deleites para los sentidos, que aumentan cuando comienza la caída de la hoja. Cuando el verano es ya solo un buen recuerdo, pero el clima aún nos da tregua y permite pasar largas jornadas al aire libre, es el momento idóneo para recorrer esta desconocida geografía guiados por el aroma y los sabores de sus tesoros naturales.

En esta ruta por el Bajo Aragón el objetivo es pasar de ser un mero espectador que devore y beba sus encantos (que también) a un miembro activo de sus largas tradiciones, vinculadas a la cosecha y recolección de manjares codiciados en el mundo entero. Toparse con los últimos días de la vendimia en sus bodegas ecológicas (este año adelantada por el calor extremo de los meses de julio y agosto) o recolectar las setas y trufas que esconden sus montes sagrados son algunas de ellas. Además de contentar el estómago, la recompensa vendrá en forma de experiencia donde llenar los pulmones de aire puro y descubrir de primera mano la pasión y el encanto que desprenden las tierras turolenses.

Tierra de leyendas y amores imposibles, la provincia de Teruel, paradigma de la España vacía, suple su baja densidad de población con un sinfín de deleites para los sentidos, que aumentan cuando comienza la caída de la hoja. Cuando el verano es ya solo un buen recuerdo, pero el clima aún nos da tregua y permite pasar largas jornadas al aire libre, es el momento idóneo para recorrer esta desconocida geografía guiados por el aroma y los sabores de sus tesoros naturales.

En esta ruta por el Bajo Aragón el objetivo es pasar de ser un mero espectador que devore y beba sus encantos (que también) a un miembro activo de sus largas tradiciones, vinculadas a la cosecha y recolección de manjares codiciados en el mundo entero. Toparse con los últimos días de la vendimia en sus bodegas ecológicas (este año adelantada por el calor extremo de los meses de julio y agosto) o recolectar las setas y trufas que esconden sus montes sagrados son algunas de ellas. Además de contentar el estómago, la recompensa vendrá en forma de experiencia donde llenar los pulmones de aire puro y descubrir de primera mano la pasión y el encanto que desprenden las tierras turolenses.

Matarraña, paisaje de campiña

Esta comarca al este de la provincia de Teruel con poco más de 8.000 habitantes y 18 pueblos medievales sirvió de nexo desde tiempos históricos con la costa del Mediterráneo y como frontera entre las vecinas comunidades de Cataluña y Valencia. Como herencia perdura el bonito dialecto del chapurriau (o aragonés oriental) y un paisaje denso y amable salpicado de masías de piedra rústica entre bosques de encinas, viñedos y olivos centenarios. La antigua casa del Marqués de Santa Coloma, alzada en 1703, es una de ellas. Impasible al paso del tiempo, fue construida sobre una finca de 120 hectáreas en mitad del monte de Monroyo, un municipio de apenas 385 habitantes que invita al instante a la desconexión. Mientras en la fachada aún resuena su pasado señorial con la puerta original de la época, el interior y los alrededores desvelan uno de los enclaves hoteleros con mayor proyección de la zona, el hotel Torre del Marqués. Un ambicioso proyecto de biosostenibilidad presente desde la propia rehabilitación del edificio, a través de materiales naturales de proximidad y construcciones tradicionales como los muros de tapial con argamasa de tierra y paja de la propia finca, o los suelos de yeso pulido de Albarracín, para reducir al máximo la huella de CO2. Ser testigo de una puesta de sol que ensalza las tonalidades fuego que dan nombre a la Roca Roja de Peñarroya, hacer una ruta en bici hasta la cima de Punta Molinera o degustar un pícnic con productos de su propia huerta son algunos de los atractivos que ofrece este paraje anclado entre pasado y presente. Y la absoluta desconexión, por supuesto.

Este paisaje de campiña que recuerda a la Toscana —junto a sus pueblos de piedra— integra la esencia de Matarraña, con terrenos montañosos suavizados por los vientos mediterráneos que hicieron de esta región un lugar destinado a llevar la cultura del vino en sus entrañas. Emblema mundial de la garnacha tinta, en sus fértiles tierras se cultivan diferentes variedades de uva que procesan y comercializan un gran número de bodegas familiares de la zona. Las fiestas mayores de Cretas —que se celebran la segunda semana de octubre— son una manera popular de aproximarse a sus vinos, con una ronda de puertas abiertas por sus bodegas amenizadas con picoteo y el ambiente festivo de esos días. Maridar una cata junto a una velada de jazz en Mas del Rei, en Calaceite, o las rutas a caballo entre viñas milenarias y yacimientos arqueológicos que ofrece la agencia Establo de Crystal son actividades que estimularán el cuerpo y el paladar antes de adentrarnos por su sabor exportado al mundo entero.

Para quienes quieran ahondar aún más y conocer de primera mano cómo se cultiva y recoge la uva desde tiempos ancestrales, el hotel Torre del Marqués organiza jornadas de vendimia.

La actividad se desarrolla por sus longevos viñedos a las faldas del río Tastavins, y en ella explican la liturgia completa entorno a la cosecha, pudiendo los visitantes participar de su momento óptimo de recolección y otros procesos como la descarga o el estrujado. El premio al trabajo bien hecho vendrá después en forma de cata con algunos vinos de su bodega ecológica y una comida campestre ofrecida por el restaurante La Atalaya de Tastavins para probar manjares de la provincia como el aceite de oliva de variedad Empeltre, quesos artesanales de la Fresneda y Tronchón, su miel o los tomates de Barbastro.

Recorrer los seis kilómetros de ida y vuelta de la ruta natural del Parrizal de Beceite será la mejor manera de aligerar las jornadas gastronómicas que ofrece la comarca. Reconocible por la pasarela de madera que dirige el río Matarraña, el sonido de sus aguas esmeraldas sirven de guía entre boscosos senderos y gubias, una formación geológica con forma de aguja fruto de la erosión. Tras una hora aproximada de caminata se alzan Els Estrets del Parrissal, un cañón de unos 200 metros de largo que corta el aliento por la verticalidad de sus paredes. De fácil recorrido, su aforo en cambio está limitado a dos turnos diarios y solo es accesible bajo petición en su web (5 euros por persona). Si se emprende la ruta en un día caluroso y sus aguas cristalinas no aptas para el baño estimulan las ganas de darse un chapuzón, uno puede resarcirse en las cercanas pozas de las Pesqueras. Estas piscinas naturales de agua cálida se acompañan de miradores como el de Racó de Sant Antoni, donde atisbar el bello paisaje que propicia el río Ulldemó.

A pocos kilómetros aguarda Valderrobres, una joya medieval del Bajo Aragón que se ha ganado a pulso estar en la lista de Los Pueblos más Bonitos de España. A la hora de explorar su casco histórico el mejor acceso lo da el puente gótico alzado sobre el río Matarraña; sin duda, la foto más característica de esta villa. Desde allí y entre restos de la muralla urbana se accede a la plaza Mayor, presidida por la Casa Consistorial de estilo renacentista. El ascenso hasta su monumental castillo obsequiará con un paseo por callejuelas salpicadas de plantas trepadoras, con viviendas teñidas de un pigmento añil por su efecto desinfectante. Famoso por el ternasco al horno o el escabechado de perdiz, merece la pena alargar la visita y probar su cocina tradicional con productos de temporada en restaurantes como Baudilio, que cuenta con un menú degustación en el que las setas son el ingrediente protagonista. Y siempre habrá tiempo para visitar alguna de sus pastelerías artesanales y aprovisionarse de dulces típicos de la zona como la tarta de almendra, las casquetas o tortas de alma, rellenas de confitura de calabaza.

Esta comarca al este de la provincia de Teruel con poco más de 8.000 habitantes y 18 pueblos medievales sirvió de nexo desde tiempos históricos con la costa del Mediterráneo y como frontera entre las vecinas comunidades de Cataluña y Valencia. Como herencia perdura el bonito dialecto del chapurriau (o aragonés oriental) y un paisaje denso y amable salpicado de masías de piedra rústica entre bosques de encinas, viñedos y olivos centenarios. La antigua casa del Marqués de Santa Coloma, alzada en 1703, es una de ellas. Impasible al paso del tiempo, fue construida sobre una finca de 120 hectáreas en mitad del monte de Monroyo, un municipio de apenas 385 habitantes que invita al instante a la desconexión. Mientras en la fachada aún resuena su pasado señorial con la puerta original de la época, el interior y los alrededores desvelan uno de los enclaves hoteleros con mayor proyección de la zona, el hotel Torre del Marqués. Un ambicioso proyecto de biosostenibilidad presente desde la propia rehabilitación del edificio, a través de materiales naturales de proximidad y construcciones tradicionales como los muros de tapial con argamasa de tierra y paja de la propia finca, o los suelos de yeso pulido de Albarracín, para reducir al máximo la huella de CO2. Ser testigo de una puesta de sol que ensalza las tonalidades fuego que dan nombre a la Roca Roja de Peñarroya, hacer una ruta en bici hasta la cima de Punta Molinera o degustar un pícnic con productos de su propia huerta son algunos de los atractivos que ofrece este paraje anclado entre pasado y presente. Y la absoluta desconexión, por supuesto.

Este paisaje de campiña que recuerda a la Toscana —junto a sus pueblos de piedra— integra la esencia de Matarraña, con terrenos montañosos suavizados por los vientos mediterráneos que hicieron de esta región un lugar destinado a llevar la cultura del vino en sus entrañas. Emblema mundial de la garnacha tinta, en sus fértiles tierras se cultivan diferentes variedades de uva que procesan y comercializan un gran número de bodegas familiares de la zona. Las fiestas mayores de Cretas —que se celebran la segunda semana de octubre— son una manera popular de aproximarse a sus vinos, con una ronda de puertas abiertas por sus bodegas amenizadas con picoteo y el ambiente festivo de esos días. Maridar una cata junto a una velada de jazz en Mas del Rei, en Calaceite, o las rutas a caballo entre viñas milenarias y yacimientos arqueológicos que ofrece la agencia Establo de Crystal son actividades que estimularán el cuerpo y el paladar antes de adentrarnos por su sabor exportado al mundo entero.

Para quienes quieran ahondar aún más y conocer de primera mano cómo se cultiva y recoge la uva desde tiempos ancestrales, el hotel Torre del Marqués organiza jornadas de vendimia.

La actividad se desarrolla por sus longevos viñedos a las faldas del río Tastavins, y en ella explican la liturgia completa entorno a la cosecha, pudiendo los visitantes participar de su momento óptimo de recolección y otros procesos como la descarga o el estrujado. El premio al trabajo bien hecho vendrá después en forma de cata con algunos vinos de su bodega ecológica y una comida campestre ofrecida por el restaurante La Atalaya de Tastavins para probar manjares de la provincia como el aceite de oliva de variedad Empeltre, quesos artesanales de la Fresneda y Tronchón, su miel o los tomates de Barbastro.

Recorrer los seis kilómetros de ida y vuelta de la ruta natural del Parrizal de Beceite será la mejor manera de aligerar las jornadas gastronómicas que ofrece la comarca. Reconocible por la pasarela de madera que dirige el río Matarraña, el sonido de sus aguas esmeraldas sirven de guía entre boscosos senderos y gubias, una formación geológica con forma de aguja fruto de la erosión. Tras una hora aproximada de caminata se alzan Els Estrets del Parrissal, un cañón de unos 200 metros de largo que corta el aliento por la verticalidad de sus paredes. De fácil recorrido, su aforo en cambio está limitado a dos turnos diarios y solo es accesible bajo petición en su web (5 euros por persona). Si se emprende la ruta en un día caluroso y sus aguas cristalinas no aptas para el baño estimulan las ganas de darse un chapuzón, uno puede resarcirse en las cercanas pozas de las Pesqueras. Estas piscinas naturales de agua cálida se acompañan de miradores como el de Racó de Sant Antoni, donde atisbar el bello paisaje que propicia el río Ulldemó.

A pocos kilómetros aguarda Valderrobres, una joya medieval del Bajo Aragón que se ha ganado a pulso estar en la lista de Los Pueblos más Bonitos de España. A la hora de explorar su casco histórico el mejor acceso lo da el puente gótico alzado sobre el río Matarraña; sin duda, la foto más característica de esta villa. Desde allí y entre restos de la muralla urbana se accede a la plaza Mayor, presidida por la Casa Consistorial de estilo renacentista. El ascenso hasta su monumental castillo obsequiará con un paseo por callejuelas salpicadas de plantas trepadoras, con viviendas teñidas de un pigmento añil por su efecto desinfectante. Famoso por el ternasco al horno o el escabechado de perdiz, merece la pena alargar la visita y probar su cocina tradicional con productos de temporada en restaurantes como Baudilio, que cuenta con un menú degustación en el que las setas son el ingrediente protagonista. Y siempre habrá tiempo para visitar alguna de sus pastelerías artesanales y aprovisionarse de dulces típicos de la zona como la tarta de almendra, las casquetas o tortas de alma, rellenas de confitura de calabaza.

A la caza de los tesoros del Maestrazgo

Adentrase por esta comarca limítrofe con Castellón significa parar el tiempo de golpe, mimetizarse con sus pueblos de piedra y recorrer sus bosques sin cobertura telefónica en busca de los grandes tesoros del suelo turolense: las setas. Desde septiembre y hasta el puente del Pilar (del 8 del 12 de octubre) prolifera la llegada de curiosos y profesionales que buscan con ahínco los hongos que florecen tras las primeras lluvias. Toda una experiencia que precisa como único instrumental una cesta de mimbre, una pequeña navaja y el buen olfato para descubrir los recovecos más codiciados de estos cotos mitológicos.

Con cuatro generaciones de recolectores de setas frescas y trufas a sus espaldas, la empresa familiar Setrufma ofrece recorridos guiados en los que enseñan a localizar y cortar especies comunes de la zona como níscalos, llanegas negras y babosas con la posibilidad de una degustación final. Esta misma empresa organiza también experiencias en torno a la trufa, el oro negro del campo que puede recolectarse desde el mes de noviembre hasta los primeros meses del año. Luna, su perrita, es la guía en la búsqueda de este diamante de la cocina que ya enloquecía a los antiguos romanos mientras explican el proceso desde el plantado en torno a las raíces de la encina hasta su extracción. Como colofón, un aperitivo para degustar su agudo sabor extraído directamente de la tierra. Además cuentan con tienda propia en Cantavieja, la capital del Maestrazgo, con productos caseros como aceites, quesos o arroces elaborados con setas y trufas que ellos mismos recolectan.

Con su intenso aroma impregnado en el paladar toca recorrer las arterias históricas de este pueblo encaramado a un peñón a 1.300 metros de altitud, con interesantes muestras de arquitectura aragonesa como el exterior de la Casa de los Osset, los restos de la muralla aspillerada o el castillo de origen templario. En su plaza de generosos pórticos bombea el corazón medieval de Cantavieja, animada en ocasiones por las fiestas patronales y ferias agrícolas que trasforman sus calles en un gran mercado con puestos de comida y artesanía.

A unos 13 kilómetros por carretera compite en belleza histórica Mirambel, el pueblo que sirvió de escenario para la película Tierra y libertad (1995), de Ken Loach. En recuerdo al rodaje de este filme ambientado en la Guerra Civil, en el que muchos vecinos ejercieron de actores extras, un amplio paseo lleva el nombre del cineasta británico. Apenas alterado desde el medievo, su casco urbano es un deleite para los amantes del pasado con una cuantiosa sucesión de iglesias, conventos como el de las Monjas Agustinas (con su fantástico portal de celosías de barro y yeso), palacios renacentistas y casas populares por las que perderse.

Al otro lado de Cantavieja, la pequeña población de La Iglesuela del Cid ha dado un giro imprevisto a su morfología. Al igual que otros pueblos de la provincia, se despobló casi por completo en los años sesenta, pero la proliferación del teletrabajo y la búsqueda de zonas tranquilas y verdes que trajo la pandemia hizo que se disparara el éxodo a este tipo de lugares. Las pasadas limitaciones de movilidad trajeron también un aumento de viajeros atraídos por sus rutas de senderismo (como la senda de la Piedra Seca que conduce hasta el santuario de la Virgen del Cid, el buen comer y el buen dormir, sobre todo desde la inauguración el pasado junio del hotel Palacio Matutano-Daudén. Esta edificación del siglo XVIII declarada Patrimonio Nacional simboliza la unión de las dos familias más ricas de Iglesuela, que amasaron una gran fortuna por el comercio de la lana con notorios clientes como el antiguo rey de Nápoles. Este acogedor palacio reconvertido ahora en alojamiento de lujo conserva parte de su estructura original y mobiliario —como la escalera rococó donde antiguamente jugaban los niños del pueblo—, mientras en el suelo replica el de guijarro original por que el transitaban los caballos o la capilla privada de la familia es ahora una elegante sala de estar. Por la puerta principal se accede a la calle Ondevilla, donde se fundó la localidad, portadora de algunas de las casas señoriales más bellas. La otra salida conduce a la plaza de Iglesuela, contenida por la iglesia parroquial del siglo XVII y los antiguos calabozos y mazmorras de pueblo, abiertos en visitas diarias con guía junto a otra edificios de interés como la Casa Aliaga.

Pero volvamos a contentar el estómago. Un modo de recopilar todo el bagaje gastronómico del viaje es darse un buen festín en el restaurante La Torre de los Nublos, ubicado en el salón barroco del hotel. Junto a su bodega de vinos ecológicos de la región despliega una interesante cocina de proximidad en la que descubrir el jamón denominación de origen de Teruel o deleitarse con el tomate rosa de Híjar, célebre por su carnosidad, los salteados de setas de temporada, quesos de la comarca o catar los aceites artesanales de la finca de Diezdedos, galardonada en el concurso Prix Epicures Paris 2018. Desde los ventanales del salón, al otro lado de la plaza Mayor, parece vigilarnos el último vestigio del castillo templario que protegía a la villa. Su torre conjuradora de tormentas lleva sosteniendo la vida del pueblo hace más de 800 años y todo indica que seguirá así por mucho tiempo. Como el sabor y el encanto de sus tierras.

Adentrase por esta comarca limítrofe con Castellón significa parar el tiempo de golpe, mimetizarse con sus pueblos de piedra y recorrer sus bosques sin cobertura telefónica en busca de los grandes tesoros del suelo turolense: las setas. Desde septiembre y hasta el puente del Pilar (del 8 del 12 de octubre) prolifera la llegada de curiosos y profesionales que buscan con ahínco los hongos que florecen tras las primeras lluvias. Toda una experiencia que precisa como único instrumental una cesta de mimbre, una pequeña navaja y el buen olfato para descubrir los recovecos más codiciados de estos cotos mitológicos.

Con cuatro generaciones de recolectores de setas frescas y trufas a sus espaldas, la empresa familiar Setrufma ofrece recorridos guiados en los que enseñan a localizar y cortar especies comunes de la zona como níscalos, llanegas negras y babosas con la posibilidad de una degustación final. Esta misma empresa organiza también experiencias en torno a la trufa, el oro negro del campo que puede recolectarse desde el mes de noviembre hasta los primeros meses del año. Luna, su perrita, es la guía en la búsqueda de este diamante de la cocina que ya enloquecía a los antiguos romanos mientras explican el proceso desde el plantado en torno a las raíces de la encina hasta su extracción. Como colofón, un aperitivo para degustar su agudo sabor extraído directamente de la tierra. Además cuentan con tienda propia en Cantavieja, la capital del Maestrazgo, con productos caseros como aceites, quesos o arroces elaborados con setas y trufas que ellos mismos recolectan.

Con su intenso aroma impregnado en el paladar toca recorrer las arterias históricas de este pueblo encaramado a un peñón a 1.300 metros de altitud, con interesantes muestras de arquitectura aragonesa como el exterior de la Casa de los Osset, los restos de la muralla aspillerada o el castillo de origen templario. En su plaza de generosos pórticos bombea el corazón medieval de Cantavieja, animada en ocasiones por las fiestas patronales y ferias agrícolas que trasforman sus calles en un gran mercado con puestos de comida y artesanía.

A unos 13 kilómetros por carretera compite en belleza histórica Mirambel, el pueblo que sirvió de escenario para la película Tierra y libertad (1995), de Ken Loach. En recuerdo al rodaje de este filme ambientado en la Guerra Civil, en el que muchos vecinos ejercieron de actores extras, un amplio paseo lleva el nombre del cineasta británico. Apenas alterado desde el medievo, su casco urbano es un deleite para los amantes del pasado con una cuantiosa sucesión de iglesias, conventos como el de las Monjas Agustinas (con su fantástico portal de celosías de barro y yeso), palacios renacentistas y casas populares por las que perderse.

Al otro lado de Cantavieja, la pequeña población de La Iglesuela del Cid ha dado un giro imprevisto a su morfología. Al igual que otros pueblos de la provincia, se despobló casi por completo en los años sesenta, pero la proliferación del teletrabajo y la búsqueda de zonas tranquilas y verdes que trajo la pandemia hizo que se disparara el éxodo a este tipo de lugares. Las pasadas limitaciones de movilidad trajeron también un aumento de viajeros atraídos por sus rutas de senderismo (como la senda de la Piedra Seca que conduce hasta el santuario de la Virgen del Cid, el buen comer y el buen dormir, sobre todo desde la inauguración el pasado junio del hotel Palacio Matutano-Daudén. Esta edificación del siglo XVIII declarada Patrimonio Nacional simboliza la unión de las dos familias más ricas de Iglesuela, que amasaron una gran fortuna por el comercio de la lana con notorios clientes como el antiguo rey de Nápoles. Este acogedor palacio reconvertido ahora en alojamiento de lujo conserva parte de su estructura original y mobiliario —como la escalera rococó donde antiguamente jugaban los niños del pueblo—, mientras en el suelo replica el de guijarro original por que el transitaban los caballos o la capilla privada de la familia es ahora una elegante sala de estar. Por la puerta principal se accede a la calle Ondevilla, donde se fundó la localidad, portadora de algunas de las casas señoriales más bellas. La otra salida conduce a la plaza de Iglesuela, contenida por la iglesia parroquial del siglo XVII y los antiguos calabozos y mazmorras de pueblo, abiertos en visitas diarias con guía junto a otra edificios de interés como la Casa Aliaga.

Pero volvamos a contentar el estómago. Un modo de recopilar todo el bagaje gastronómico del viaje es darse un buen festín en el restaurante La Torre de los Nublos, ubicado en el salón barroco del hotel. Junto a su bodega de vinos ecológicos de la región despliega una interesante cocina de proximidad en la que descubrir el jamón denominación de origen de Teruel o deleitarse con el tomate rosa de Híjar, célebre por su carnosidad, los salteados de setas de temporada, quesos de la comarca o catar los aceites artesanales de la finca de Diezdedos, galardonada en el concurso Prix Epicures Paris 2018. Desde los ventanales del salón, al otro lado de la plaza Mayor, parece vigilarnos el último vestigio del castillo templario que protegía a la villa. Su torre conjuradora de tormentas lleva sosteniendo la vida del pueblo hace más de 800 años y todo indica que seguirá así por mucho tiempo. Como el sabor y el encanto de sus tierras.